domingo, 25 de marzo de 2012

Caminando por las calles de una ciudad baldía, pensando que cualquier cosa podría sucederme. Por allí iba contando los pasos uno por uno y cada vez más cortos. Contemplaba mis zapatos y no podía evitar ver ese melancólico color grisáceo en la punta por los charcos que había dejado atrás la última vez que llovió en diciembre. Era una línea muy delgada que dibujaba curvas y líneas rectas en una sola figura. Podría jurar que te veía en ellas. Sin embargo seguí caminando y de vez en cuando miraba unos metros más adelante para no tropezarme de frente con algún destino doloroso de un poste o un aviso de carretera.
Llegué a la puerta y ella estaba ahí sentada, en la entrada de la sala, sobre la mecedora. Me miró con sus ojos brillantes como dos luceros, y sin quererlo pero sin poder evitarlo me mostró esa cara tan suya de saberlo todo, pero no dijo una palabra. ¡Qué momento más eterno! La maldita suerte de haberlo tenido todo y nunca perderlo. Tremendas ganas me dan de pedirle que me odie o que trate al menos de olvidarme.
Ya con los ojos cerrados y mi cabeza sobre la almohada, sentí su presencia del otro lado de la cama, a punto de sentarse y meterse entre las sábanas. Se acostó. Se acercó con un leve gesto y con un brazo envolvió mi cuerpo.

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