martes, 6 de julio de 2010

Ella dice que eso no es cierto, que solo quisiera ser un poco más tosca o un poco más fina, solo por el hecho de tender siempre a estar en alguno de los dos extremos; dice que no se puede estar en el medio, porque es falso, porque uno siempre está extremadamente bien o extremadamente mal, que solo hay dos caminos diferentes, que lo demás es solo un mientras tanto y pañitos de agua tibia para creer que se es justo.

Yo de todas maneras le dije que se calmara, que ya con el llanto y su pena no sacaría ninguna ventaja, que respirara un poco y tomara todo con calma. No quiso, sucumbió ante las ganas de ser protagonista de su propia historia y perder el control, resolvió quemar su ropa y los zapatos botarlos en la basura, partió en dos y cuatro pedazos los enormes acetatos que le recordaban la historia, se haló el pelo hasta que arrancó algunos de los lados por encima de las orejas, gritó, gritó muchísimo y golpeaba el sofá, yo mientras tanto rogaba porque no le diera por irse contra las paredes, porque así ya no podría permitirle más su pataleta y tendría que llevarla al hospital para que la sedaran, aunque tengo plena conciencia que solo sería posponer el momento, porque no renunciaría hasta quedar satisfecha. Siempre fue así, siempre lo quiso con desprecio y con locura, así que no creo que cambiara de parecer. Esa escena duró casi tres horas, yo solo la veía ir de un lado para el otro de la casa recogiendo, rompiendo y maldiciendo, sobre todo maldiciendo, hasta que por fin su cuerpo fue cediendo poco a poco, paulatinamente bajó el ritmo de sus movimientos, hasta que como a las cuatro pasadas la gravedad -no ella- decidió tirarla al suelo.

La recogí, la tomé en brazos y sin decir nada la llevé a su habitación, sequé sus lágrimas luego de acostarla en la cama y arroparla, parecía ya una enferma terminal de esas que veo todos los días en el hospital durante la jornada de la tarde. No cerraba los ojos, no dormía, solo estaba allá en otro mundo, y no podía darme el lujo de ir con ella porque si no su cuerpo tal vez se quedaría allí para siempre, sin voluntad. Pasó tal vez más de una hora y media, porque cuando desperté ya estaba amaneciendo, y ella seguía con los ojos abiertos, casi ni parpadeaba. Me metí a la cama y la abracé hasta dormirme otra vez. Esa mañana soñé de nuevo con besarla, soñé con estar en la ladera del pueblo acostados mirando los pájaros y luchando contra mi alergia a las flores de la primavera. La amé tanto que en el sueño sentía la corriente, sentía la mirada y el roce de la hierva en el brazo, me veía cada vello erizado, como cuando la conocí. Para ese momento ya había perdido la noción del tiempo, supuse que era el mismo día, porque no debí haber dormido tanto y porque me parecía imposible que pudiéramos estar tanto tiempo acostados en un mismo lugar sin que volviera en sí; las veces anteriores sería una o dos horas mas o menos, pero nunca más de tres. Y abrí los ojos aferrado a su cintura, como si fuera un tronco de los que traen prosperidad si uno logra abarcarlos completamente. Así que ella estaba ahí, ya con sus ojos vencidos por el cansancio; dormitaba, vagaba como en sus peores días...

Cuando llegó la tarde con el sol puesto del lado de la ventana decidí bajar a cocinar algo para mitigar el cansacio, suyo por haber enfurecido tanto, y mío por haberla visto y por haberla soñado. Me resultó muy extraño abrir el refrigerador y encontrar algunas cebollas en buen estado, unos pequeños trozos de carve y yogurt, aparte del arroz y la sal marina, que era lo único que conservaba en la cocina. Recuperé lo que servía y me armé de dos porciones pequeñas de casi-almuerzo. Aún dormía cuando llegué a la habitación: me acerqué, puse la maldita bandeja de la pata partida sobre la cama -temiendo que el ruido la despertara- y toqué su frente, para confirmar que estuviera viva y no tuviera fiebre. Todo el tiempo me guardé para mí ese pánico que a veces me poseía de que muriera dormida, sin poder mirarla a los ojos cuando se fuera, sin que lo supiera, y que después regresara del más allá a halarme las patas por haberle mentido tanto, además de no haberle avisado, como prometí, que era la hora de su partida. Era la única promesa a la que no quería faltarle, para que supiera que después de eso estaría muerta. Y como siempre la desperté con un beso en la frente; cuando abrió los ojos aún estaba en el letargo, poco a poco sus pupilas dilatadas empezaron a cerrarse, su cuello dejó de estar escuálido y su cabeza se enderezó, hasta que volvió de vuelta a la habitación, a mi cara, con su mirada de ojos saltones color miel. Le dí la sopa de cebolla y algunos pedazos de carve; no movía más que la boca para masticar, del cuello para abajo conservó la misma posición todo el tiempo, y yo entre tanto aprobeché para reponerme y comer también un poco.

Me incliné para pararme, pero me detuvo su mano delgada y fuerte, no se de dónde habría agarrado tanta energía en tan poco tiempo y pudo sentarme de nuevo; la miré. Solo entonces lo supe: ya estaba descubierto, ya ella lo sabía todo, su mirada me juzgaba implacable en ese instante. Su mirada de odio, la fuerza que se incrementaba en el apretón de mi brazo, sus venas que ya comenzaban a brotar en la garganta, los labios apretados. Quería decirme pero no hablaba, solo apretaba mi brazo y enfurecía pacientemente. Temí, por un segundo temí a su furia que nunca había dirigido hacia mí, temí como víctima de un asesino despiadado y sádico, me aterroricé.

El segundo siguiente como con un soplo al viento, hice mi salto al vacío, lo único que no me creía capaz de hacer frente a ella: me entregué, me entregué por fin después de tantos años de ocultarle cada cosa, y dejé mi miedo atrás y ahora solo estaba ella con su furia y yo con mi vacío, con mi disposición a su voluntad, sin ninguna intensión de defensa, gustoso de complacer su ira.

Con la otra mano rodeó mi nuca y me arrastró hacia ella, me abrazó hasta casi ahogarme porque lo hizo por el cuello, y lloró una vez más, pero en silencio, sentí caer sus lágrimas sobre mi cara mientras desvanecía por la falta de aire. Mis ojos alcanzaron a cerrarse y me soltó, me devolvió un poco de aliento y volvió a abrazarme más fuerte en el pecho, pude respirar; deslicé mis manos, casi la abrazaba... pasó mucho tiempo... los sapos comenzaron a cantar en el lago. Yo estaba entregado a ella y ella estaba ahí en silencio, sus venas ya no brotaban y respiraba tranquila.

Así estuvimos toda la noche y sentí su perdón, sentí que la amaba más que nunca por su compasión de extremo ante mi insignificante existencia... me besó.

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